Juan XXIII fue elegido papa el 28 de Octubre de 1958
Apenas tres meses después de su elección como pontífice, el 25 de Enero de 1959 mostró su intención de convocar el Concilio Vaticano II, imprimiendo así su carisma a la Iglesia católica del siglo XX.
Desde la apertura del Concilio el 11 de Octubre de 1962, el papa Juan XXIII enfatizó la naturaleza pastoral de sus objetivos: no se trataba de definir nuevas verdades ni condenar errores, sino que era necesario renovar la Iglesia para hacerla capaz de transmitir el Evangelio en los nuevos tiempos (un "aggiornamento"), buscar los caminos de unidad de las Iglesias cristianas, buscar lo bueno de los nuevos tiempos y establecer diálogo con el mundo moderno centrándose primero "en lo que nos une y no en lo que nos separa".
Su propósito pronto fue claro para todos: poner al día la Iglesia, adecuar su mensaje a los tiempos modernos enmendando pasados yerros y afrontando los nuevos problemas humanos, económicos y sociales.
Para Juan XXIII cuatro habían de ser los principales propósitos de este gran Concilio:
1. Buscar una profundización en la conciencia que la Iglesia tiene de sí misma.
2. Impulsar una renovación de la Iglesia en su modo de aproximarse a las diversas realidades modernas, mas no en su esencia.
3. Promover un mayor diálogo de la Iglesia con todos los hombres de buena voluntad en nuestro tiempo.
4. Promover la reconciliación y unidad entre todos los cristianos.
Están por cumplirse 50 años de que Juan XXIII inaugurara el Concilio Vaticano II por lo que es muy importante que volvamos a su fuente para contribuir a que la Iglesia tome como guía las orientaciones de esta importantísima asamblea.
Visto con ojos de fe, el Concilio fue una gran Asamblea, en la que El Espíritu Santo y los Obispos del mundo, con la animación y guía del Papa buscaron los caminos que había de recorrer la Iglesia de aquella época y que han de iluminar el camino de nosotros.
Del Concilio brotaron 4 Constituciones, Decretos y Declaraciones
Profundicemos en la Iglesia como misterio, en la Iglesia como pueblo de Dios, en una Iglesia toda ella misionera y al servicio del mundo.
Actualicemos nuestra espiritualidad como un seguimiento de Jesucristo más que como una serie de cumplimientos.
Vivamos una devoción más auténtica a María considerándola no sólo como admirable, sino como la primera de los creyentes y modelo para todos.
Valoremos al laicado no como los que colaboran con los ministros consagrados sino como los que consagrados por el bautismo, como verdaderos hijos de Dios, colaboran en la misión de Jesucristo en todas las actividades de su vida diaria.
Tomemos muy en cuenta la importancia de la Sagrada Escritura en nuestra vida y la naturaleza comunitaria del ser humano.
CCR
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