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sábado, 30 de enero de 2016

Vencer el miedo a los riesgos de la misión profética

En nuestro mundo hay profetas, personas que reclaman fidelidad a la Alianza, al Reinado de Dios: personas que anuncian el amor, la justicia, la paz y la verdad y que denuncian los proyectos de injustica, de marginación, de corrupción y de mentira.
Como estas personas, de ordinario, no pertenecen a instituciones, tienen poca o nula aceptación.
Los miembros de las instituciones religiosas que levantan la voz a favor del pueblo son muy pocas, y pero suelen quedar como voces en el desierto

 A Jeremías le toca vivir momentos difíciles de su pueblo: El poderoso imperio babilónico quiere atacar a los egipcios, pero en medio del camino se encuentra Judá, patria de Jeremías.
La nobleza, el ejército, los sacerdotes de alto nivel y las clases pudientes tienen la intención de aliarse con Egipto para enfrentar a los babilonios.
Jeremías, hombre lúcido y pacifista se enfrenta con ellos y es víctima de su represión.
El texto de hoy nos refiere la vocación de Jeremías y presenta a Dios  diciendo a Jeremías: Tú, ahora, muévete y anda a decirles todo lo que yo te mande. No temas enfrentarlos, porque yo también podría asustarte delante de ellos.
Este día hago de ti una fortaleza, un pilar de hierro y una muralla de bronce frente a la nación entera: frente a los reyes de Judá y a sus ministros, frente a los sacerdotes y a los propietarios.
Ante una misión de riesgo, el profeta siempre cuenta con la fortaleza de Dios que lo convierte en muralla de bronce frente a todos los poderosos.
El domingo pasado, después de la lectura que hizo Jesús del profeta Isaías, el evangelio terminaba diciendo que “todos los presentes tenían fijos los ojos en él...”. El evangelio de hoy continúa la escena, que se desarrolla en la sinagoga de Nazaret.
Jesús dice que en él se cumplen las palabras de Isaías, es decir, que es «el ungido» para anunciar la Buena Noticia a los pobres y oprimidos... y el «año de gracia» del Señor.
Inicialmente los de su pueblo aprobaban, y se admiraban de su paisano, pero no alcanzaban a ver en Jesús la gracia de Dios que salía de sus labios, ni al profeta anunciado por Isaías, sino simplemente al Jesús hijo de José.
Jesús percibe que sus paisanos no están interesados en sus palabras sino en sus hechos, les interesa ante todo un espectáculo milagrero, que cure los enfermos del pueblo y basta.
Jesús les responde con otro refrán: “ningún profeta es bien recibido en su patria”, dejando claro que en Nazaret no hará ningún milagro.
El verdadero profeta no se deja acaparar ni mucho menos presionar para satisfacer a un auditorio interesado sólo por el espectáculo o por intereses individuales, aunque sean los de sus familiares o su propio pueblo.
El profeta es libre y se debe a la palabra de Dios. La historia de Elías y Eliseo recuerda a los nazaretanos cómo éstos tuvieron que irse a tierra de paganos porque su propio pueblo no quería escucharlos.
La característica de la mujer de Sarepta es su confianza en Dios, confiando su vida y la de su propio hijo en un extraño como Elías; y característico del sirio Naamán es que depone su orgullo y soberbia nacionalistas ante las palabras de Eliseo.
 La misma Iglesia reconocerá en este texto su misión de anunciar la Buena Noticia a los más alejados, es decir, que la Palabra echa sus primeras raíces en las personas y en las familias, pero ése no es su destino final; tiene que ser una palabra que busque siempre el camino de los más alejados y necesitados.
Las palabras finales de Jesús enfurecen a los presentes e intentan arrojar a Jesús por un barranco en las afueras del pueblo.
Jesús ha tenido la osadía de omitir la frase “El día de la venganza de nuestro Dios” y ha comentado: “Hoy les llegan noticias de cómo se cumplen estas palabras proféticas”.

En un mundo de violencia, de injusticia y de inseguridad social, como Jeremías, hemos de levantar la voz en demanda de la paz. Pero tenemos que hacerlo en forma organizada, con objetivos claros.
Los luchadores sociales, a la manera de Jesús, tienen que ser libres y no dejarse acaparar por los poderosos, ni buscar la honra o el poder, porque se pierde el objetivo de la misión profética: Que el pueblo tenga vida.


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